El descubrimiento de personas vinculadas a organizaciones terroristas que fungían como servidores públicos en algunas instituciones de Durán es solo la punta del iceberg de un enorme y silencioso problema que tiene al país de rodillas, aunque resulte doloroso aceptarlo.

Este nivel de corrupción se manifiesta en ciertas dependencias, como las encargadas de controlar el tránsito, que acumulan quejas de conductores por constantes abusos camuflados como operativos, multas por presuntas infracciones, entre otros. También se observa en los municipios y en las famosas adjudicaciones de contratos, donde se favorece a empresas cuyos accionistas son familiares de líderes criminales.

Esta infiltración tiene el control de entidades gubernamentales y están por encima de sus funcionarios. Este problema no solo agrava el funcionamiento del Estado, sino que también destruye la confianza pública en las instituciones.

Combatir este problema no es cosa de “soplar y hacer botellas” como muchos creen. Requiere un enfoque integral y sostenido que incluya la cooperación entre diferentes sectores y niveles de gobierno, así como el compromiso de la sociedad para exigir transparencia y justicia. También es necesaria una verdadera limpieza, en la que caigan, sin contemplación, los políticos y funcionarios deshonestos que facilitan la entrada de estos criminales.

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