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Abuelos, padres e hijos comparten juntos los espacios de El Ejido. Disfrutar de este parque es una tradición para las familias capitalinas.Fotos: Esteban Michela-ARchivo / EXTRA

El retrato de un parque que palpita en el corazón quiteño

Inaugurado en 1922, El Ejido fue el límite del norte de Quito. Ocupa 13,3 hectáreas, habitadas por artistas y nostálgicos

Entonces, la vida era en blanco y negro, hasta en las fotos. El parque de El Ejido, en el centro-norte de Quito, algo de color puso en la niñez de los nacidos en los sesenta. Ahí se cumplían los primeros rituales de infancia: la fotito en blanco y negro, a caballo y con traje de mariachi, y aprender a manejar bicicleta, entre ellos.

En el centro de ese terreno polvoriento se ubicaba el bicicletero: su pinta austera, un relojito de muñeca y la radio, con programación en amplitud modulada, la escuchada AM con noticieros, estrellas del pentagrama nacional y radionovelas tipo ‘Kalimán’.

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El vecino alquilaba unos vetustos ‘caballitos de acero’, Made in Ecuador, y pocas bicis importadas. Las puras criollas eran ATU, orgullo de la naciente metalmecánica local. Las ‘aniñadas’ eran inglesas o italianas y las vendió un inolvidable Sr. Alarcón, en la 10 de Agosto.

Con los suelazos de rigor, padre e hijo: el uno, empujando y sosteniendo la cicla; el otro, aterrorizado. La media hora se pagaba en sucres y, como refrigerio, unos huevos duros con salchichas fritas color rojo Ferrari; naranjas peladas a modo de hidratante.

Todas las bicis todas

Cuarenta años más tarde, Jhon Udeo es un heredero de esas familias quiteñas. “Desde que tengo uso de razón, en el parque”, dice para mostrar sus credenciales. “Treinta bicis de todo uso y las de dos y tres personas; carritos de uno y cinco pasajeros, incluido el perro. Ayudamos en rehabilitaciones médicas”, describe.

La cicla personal sale a 2 dólares la media hora y 3 la hora. “Hacemos combos familiares, colegiales y todos contentos”. Los carritos son hechura familiar, se los inventó el abuelo Flavio y tienen gran demanda. “Es que todo precio es ‘conversable’”, se ríe.

Jhon Udeo alquila bicicletas de todos los tamaños y colores. Hasta el perro puede montarse.Esteban Michelena

Cocos y riflazos

A pocos metros, los viejitos de la ciudad jugaban cocos: una suerte muy parecida a las canicas, con la enorme circunferencia repleta de rulimanes pequeños a sacar y los de ‘pepo’; destellantes esferas de acero, recicladas de camiones y maquinaria pesada.

Llegaban con ternitos más viejos que ellos y sombrero de paño. Tenían su estrategia, sistema de apuestas y partidas largas, tanto que se fumaban un tabaquito y tomaban asiento en troncos aledaños: bancas, columpios y otros de su especie eran contados.

Por ahí cerca paraba la doña con carabinas de aire viejas como las armas de los patriotas: oxidadas, destartaladas; todo un reto pegarle a una cajita de chicles Adams o a alguna Colombina, adheridos con goma de zapatero a una colorida plancha de espuma flex.

María Vilatuña no ha visto ese juego en un buen tiempo. Ella es artesana, tiene 30 años a sol y lluvia. Cuenta que las ventas han bajado. “Un buen día, digamos, deja unos 20 dólares”, revela. “Y eso que yo mismo hago casi todo el producto, menos la joyería fina en plata, que viene de Cuenca”, dice al enseñar unos dijes preciosos.

Y llegaron los pintores

Entrados los 90, llegan actores talentosos: los primeros pintores, escultores y enmarcadores se asentaron sobre la avenida Patria, al frente del Hotel Colón, zona del monumento a La Circasiana y arco de ingreso.

Temas a granel: paisajes andinos, llovidas callecitas del Centro Histórico, retratos de misteriosas mujeres, Jesús Cristo o algún severo abuelito que quién también será; naturalezas muertas de piñas, aguacates, guineos, papayas, entre otros frutos tropicales.

Mónica Trujillo es abogada y pintora, como su esposo, Guido Reboyo. Los dos crean y ella vende. Son 33 años con sus acuarelas, óleos y acrílicos. En ese entorno nació su hijo, Rafael, la esperanza artística de una familia de pintores.

“El parque tiene arte y estamos felices, luchando”. Con su carisma y ñeque, Mónica educó tres hijos profesionales y ella se recibió de abogada. “Agosto, con el verano, y diciembre, con las fiestas, son los mejores meses. Hay seguridad y respeto”, comenta.

El reciclador metalero

Washington Jaramillo es escultor en metal reciclado, piedra y madera. La materia prima la compra en depósitos de chatarra. “Salgo con una idea y busco las piezas, pero a veces es al revés”, dice sobre su método.

Tiene 25 años en El Ejido, cada fin de semana; también pinta bodegones en gran formato y por encargo. Es licenciado en Filosofía por la U. Central. “Iba a ser profesor, pero en el arte soy dueño de mi tiempo”.

Las mujeres también tiene sus espacios en el parque.Esteban Michelena

Antes de la pandemia, un buen fin de semana dejaba unos 400 dólares. El covid-19 alejó a los turistas, su mejor mercado. Y las restricciones de pesos y volumen en las líneas aéreas le pegaron fuerte. “Y ni se diga el país mismo: a la semana me haré unos 120 dólares, ahora mismo”, revela. “Pero aquí seguiremos”, se anima.

Nostalgia, chira nostalgia

Recorro los vericuetos del parque. Al costado de los senderos, comerciantes otavaleños tiemplan tapices, pantalones, colchas, blusas. Comparten con vendedores de artesanías, souvenirs, juguetitos de moda y matahambres tipo cevichochos, helados de Salcedo y hasta raspados de colores y sabores.

A su lado, los mercaderes de celulares, cargadores y otros de la actual tecnología digital. Diviso el terrenito donde suele actuar el gran Carlitos Michelena; rodeado de desempleados, vagos, curiosos y otros ‘donantes’ que a la hora en que el viejo genio pasa el sombrero… desaparecen como por arte de magia.

La maldición de la Mujer Araña

Ahí, los mismos añosos árboles, senderitos. El Ejido es un territorio popular: el césped ralo o desapareciendo, los caminitos de bloque, de tierra dura y resbalosa, la pinta de sus habitantes, sus mil y un oficios; los chirridos de los juegos mecánicos.

Los taitas correteando las bicis de los guaguas, la pequeñita y actual familia de pareja, un hijo máximo y perro, ese último sí de ley. Recojo los pasos, me faltan personajes que renacieron en mis novelas: los rostros de los abuelitos cracks para un coco, a un costado los jugadores de naipe, ni que tahúres jugándose la vida.

El panita que llegaba con su mesita y su labia a embaucarnos con el corito de “dónde está la bolita”, el que instalaba la ruleta mañosa, el acordeonista ciego, un peluquero de emergencia con su sillita y tijeras; el chumadito que cuidaba los autos, mientras recitaba discursos del gran Velasco Ibarra, presidente.

Y hasta una precaria versión de la Mujer Araña: prodigio de la chirez que, oculta y doblada en una caja de madera, movía unas largas y peludas patas mientras su animador advertía haber llegado tras locas aventuras desde lejanos horizontes asiáticos.

En medio del delirio de la parroquia, ella salía del cajón, se desdoblaba lentamente: era una cuarentona calva, gordita y mal genio que sin más (pero con venia) empacaba las patas de la araña en una cobija. Y partía, justo a la hora en que a Quito (vea no más la maldición de la Mujer Araña) entrada la noche, le caían unos aguaceros de espanto.

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