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Trabajadores sexuales recurrieron al arte para recordar la violencia en la que viven en Quito
Un grupo de sexoservidoras montó una obra de teatro en el Centro Histórico de la capital. Fue una denuncia social por 68 mujeres asesinadas
Belén está nerviosa. Se coloca una licra apretada y la combina con una blusa negra. Pinta sus labios, se maquilla, se alisa el cabello y se perfuma. Es una trabajadora sexual que ofrece sus servicios en el Centro Histórico de Quito.
Algunos hombres llegan y la buscan para disfrutar 10 o 15 minutos de sus encantos en la cama, pero son rechazados. “No estoy ‘camellando’, más lueguito cualquier cosa”, les dice con cortesía.
Es que en esta ocasión ella no busca ‘cuerpeo’ con algún cliente que le pague 13 dólares, la tarifa fijada en su ‘camello’. Ya lo ha hecho por más de 20 años para llevar comida a su familia. Ahora quiere darse un respiro.
Se alista para su primera puesta en escena. Será actriz por veinte minutos. Es su primera participación en una obra teatral.
No hay telón de seda, ni un piso de madera brillante. Tampoco hay butacas reclinables desde donde el público pueda observar. El escenario está al aire libre: la Plaza del Teatro. Uno de los espacios que por más de dos décadas se ha convertido en el lugar de trabajo de las sexoservidoras.
Belén, oriunda de Sucumbíos, agarra un paraguas rojo y se ubica en medio de la plaza junto a nueve de sus compañeras. Está a punto de iniciar la obra de teatro comunitario ‘68 sombrillas’.
Un símbolo en contra de la violencia
Nelly Hernández, representante de la Asociación Visión para el Futuro, una de las cuatro organizaciones que reúne a las sexoservidoras del Centro Histórico, explica que la obra es un homenaje para 68 mujeres que se dedicaban a esta labor y que fueron asesinadas desde el 2001 hasta la fecha.
Utilizan sombrillas como objeto simbólico para ‘escampar de la violencia’, para que no les ‘moje’ la indiferencia social.
Muchos de los casos de femicidio de estas mujeres no salieron a la luz. Estuvieron ocultos por la vergüenza de las familias. Otros ni siquiera se denunciaron. Sin embargo, con esta representación artística quieren honrar la memoria de sus compañeras que se quedaron sin voz. Visibilizarlas. Recordarlas.
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Una de ellas fue Vanesa Beltrán, una joven colombiana de 23 años, a quien la conocían como Kaoli. Ella fue ahorcada por uno de sus clientes, el lunes 3 de abril del 2023, en la habitación 203 de un hostal de la calle Esmeraldas. El sujeto pretendió pasar una noche con ella, pero en lugar de eso la asesinó.
Minutos antes, algunos huéspedes escucharon un escándalo y luego vieron que el sospechoso salió del cuarto sin Beltrán. Lo retuvieron hasta saber la situación de la extranjera y cuando entraron al dormitorio, su cuerpo sin vida estaba bocabajo encima de la cama.
Hernández enfatiza que otra de las intenciones con esta obra es levantar la voz sin tener la necesidad de protestar, sino hacerlo a través del arte. “Buscamos ser reconocidas, que se regularice nuestro trabajo y tener derechos laborales como todos”. En la actualidad trabajan 600 sexoservidoras en las calles del Centro Histórico.
Por su parte, Belén añade que quieren dejar de ser estigmatizadas por la sociedad. Que son un grupo vulnerable y más aún en el contexto de violencia e inseguridad que se vive en el país. “Por medio del teatro, queremos llegar a la sensibilidad de las personas, también somos seres humanos”, concluye.
Fueron artistas por unas horas
Erick Ruiz, estudiante de Artes Escénicas de la Universidad Central, ayudó a cristalizar la iniciativa que tuvo Hernández. Como director, el joven afirma que solo fue una guía que motivó a que las sexoservidoras sacaran la actriz que tienen escondida por dentro.
Para Ruiz, esta experiencia se convierte en un trabajo de vinculación con un grupo rezagado por la sociedad que necesita ser visibilizado. Enfatiza que “más allá de la obra hay que explorar al ser humano y al escenario en el que se desenvuelven”.
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En este caso, Ruiz menciona que fue un poco difícil que las chicas se empoderen de la Plaza del Teatro, un espacio que en lugar de ser emblemático se ha convertido en un sitio hostil en el que han sufrido agresiones, insultos, han sido señaladas o desplazadas por las autoridades.
Belén se acuerda cuando estudió bachillerato en un colegio de Sucumbíos e hizo algunos talleres de teatro. Lo más importante para ella es la concentración y que los “nervios no nos traicionen mientras actuamos”.
Esto le permite motivar a sus compañeras para que el acto salga de la mejor manera. Una de ellas, entre risas, dice que no es lo mismo fingir en la cama que frente al público.
representante de las trabajadoras sexuales.
La obra 68 sombrillas
‘68 sombrillas’ inicia con un acto de exploración del cuerpo y del espacio que las rodea. Suena una música ambiental pacífica. Las mujeres hacen un círculo y rozan su piel. Están temerosas, miran a su alrededor con recelo.
En el centro está una sombrilla roja a la que se acercan con cautela. Una de las actrices grita: “¿Qué significa este paraguas para nosotras?”. Las otras responden al unísono: “Poder, fuerza, protección”.
La música cambia a una canción más movida. Percusión pura, como cuando se preparan los ejércitos para una batalla.
El semblante de las chicas cambia y se ponen rebeldes. Hacen muecas al público, gritan, corren, saltan. En este acto pretenden mostrar que viven historias crudas a diario. Que son atacadas, que son vulneradas, que son asesinadas como la colombiana Kaoli.
Mediante su gestualidad quieren contar a la gente cómo se sienten trabajando a la intemperie, expuestas a todo. Una de ellas pregunta: “¿Derecho al trabajo?”. El resto responde “Sí”.
Es momento del erotismo. Algo que las trabajadoras sexuales lo conocen por sobremanera. Cada una agarra un paraguas y lo utiliza como un objeto para provocar al público. Sacan la lengua, se mueven sensualmente, menean sus caderas, bailan despacito.
Juegan con sus manos al ritmo de una guitarra eléctrica que suena de fondo. “Somos empoderadas, este es nuestro momento”, dicen.
De pronto el ambiente se pone tenso, las sexoservidoras están a la defensiva, utilizan las sombrillas como un arma de fuego y apuntan al público. Pareciera que son soldados que avanzan cautos por el campo de batalla. Protegiéndose las espaldas una a la otra. “Nos están viendo, nos vigilan”.
A la escena se acercan varias personas que rodean a las chicas. Hombres enternados y mujeres bien vestidas. Representan a la sociedad, a la iglesia, a las autoridades. Los ‘curuchupas’ que les juzgan, les reprimen, les discriminan.
A la cuenta de “3,2,1” abren las sombrillas y no les permiten pasar a los ‘juzgadores’. El objeto se convierte en un escudo que no permite el ingreso del enemigo. Alguien que no les deja trabajar, que les señala, que les ve mal.
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Al final del acto, Hernández se ubica en el centro del círculo con un paraguas negro. Arroja retazos de papel rojo que representa la sangre de sus compañeras asesinadas. Se cae, se ‘desangra’, muere.
El resto de actrices la mira expectante, se conduelen. Luego, cada uno se acerca al ‘cuerpo sin vida’, colocan un paraguas a su lado y gritan el nombre de una de las mujeres que fueron víctimas de femicidio. La sombrilla es el símbolo que las protege de la indiferencia social... al menos en la obra, porque la realidad es otra.
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