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Día 2. Diario de un periodista de crónica roja con COVID-19: "Un llanto amargo se deja entrever sin terminar de salir"
Este es un nuevo relato de Jonnathan Carrera desde la habitación en la que se recupera de la enfermedad.
El periodista de crónica roja Jonnathan Carrera fue ingresado al Hospital del IESS Sur, en Quito, debido a un cuadro grave por el coronavirus, el pasado 31 de julio de 2020. Desde entonces ha sido testigo de cómo la gente lucha contra el virus y se aferra a la vida. No todos lo logran... En primera persona, Carrera cuenta el paso de los minutos y las horas dentro de la casa de salud, una de las que más casos de COVID-19 ha atendido en la capital, el nuevo epicentro de la pandemia en Ecuador.
EL SILENCIO
El olor a nada se toma la medianoche y un sopor intenso duele en las sienes. Sensación conocida de hace apenas unos días cuando se fue el décimo.
Mejor así nombrarlos, duele menos, y sus recuerdos se pueden acumular sin doler tanto. Es que sí da una infinita pena, y su última mirada pulgares arriba pensando en su familia fue quizás su último hálito de fortaleza.
Lo iban a conectar a un respirador mecánico. Y no pudo más. Sin embargo, y mientras preparaban el aparataje, sus pulmones afectados en más del setenta por ciento no resistieron y el virus se cobró al décimo primero en la misma cama de la misma sala como si una maldición tuviera el lecho cargado de siniestra y colosal tragedia.
Urgente, por favor, se asfixia, se alcanzó a decir. Y corrieron a socorrerlo, mas la muerte infame en segundos la vida reclamaba... y solo cerraron sus ojos y con la mano en su frente, como rezando y consolando su alma, se vino como una tromba, como un maremágnum de ensordecedor grito de desesperación lleno, el inefable y estruendoso silencio.
Nada se mueve con premura. Ya no. Nadie habla. Entre las máscaras y los uniformes los ojos lo dicen todo, un llanto amargo se deja entrever sin terminar de salir y solo se mira , al último, descansado y triste. El décimo primero se ha ido y ya nada se escucha en su lamento.
Se van recogiendo las pertenencias, se van acomodando las mortajas, en silencio, en silencio, en un silencio donde nada se alcanza a escuchar siquiera y apenas a dos metros de distancia el dolor de las sienes no deja escapar sonidos y no se oye lo que dicen.
Es que el silencio nada deja decir y se llena todo del rumor de esos silencios en miradas que llenan el papeleo, en silencio, en silencio...
Rasga la noche su fulgor. Afuera del hospital una familia llora. Otros por ahí reirán sin saber de la tragedia del silencio de un cuarto de hospital, vanos, fútiles, ciegos, sordos, no quieren entender, no quieren escuchar, y una lágrima se niega a terminar de caer y va raspando la mejilla, sonando estrepitosamente, haciendo ruido en el alma y en el corazón retumbando alaridos tristes porque muchos no saben lo que es quedarse sordo por culpa del silencio atronador que te grita que el décimo primero se acaba de marchar.