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Raspadores de hielo se niegan a dejar su dulce oficio
Salserín y Roldós, dos de los refresqueros más añejos de Guayaquil, todavía empujan sus quioscos. Son manabitas y llevan más de 50 años en el negocio.
Si el hielo que utilizan lo traen del Chimborazo o del congelador de la ‘veci’ es lo de menos, la cosa es que preparan los populares prensados, los refrescos más ‘pepas’ de Guayaquil y a la antigua: con un cepillo de hierro fundido que ha durado más tiempo que el mismísimo Matusalén. Sí, ese mismo, el que vivió 969 años...
Los refresqueros Mario Augusto Chóez, más conocido como Salserín; y don Luis, llamado cariñosamente Roldós, cuentan que sus herramientas casi que son consideradas “patrimonios de la ciudad”, pues han servido raspados durante aproximadamente 50 años.
El primero en ganarse la ‘medalla’ es don Mario, de 73 años, cuya ‘chapa’ de Salserín se la debe a su baja estatura, al igual que los integrantes del grupo musical venezolano. Se las sabe ‘completitas’.
“Mis 53 años de experiencia en el negocio no son en vano”, afirma.
Y aunque Salserín pase sus días recorriendo el enorme Puerto Principal para calmar la sed de sus habitantes, recalca que su tierrita está más al norte, en la provincia de Manabí.
“Soy de Jipijapa”, cuenta el hombre con ‘entradas’ y canas mientras raspa el hielo.
“Empecé en el negocio porque me quedé sin trabajo y unos amigos, que eran de Riobamba (Chimborazo) y que ahorita ya no están (fallecidos), me enseñaron para poder sustentarme”, rememora en su carreta de madera y aluminio.
Hasta hace aproximadamente 10 años, Salserín se conocía todos los baches del centro de Guayaquil. Sabía en qué esquina se paraban los policías metropolitanos para huirles, seguir ‘camellando’ y tener la ‘papa’ para su familia.
Recorría desde el cerro del Carmen hacia el centro ‘a patada’ y empujando su carrito.
Ahora, debido a su edad, empieza su marcha desde Camilo Destruge y Abel Castillo, estacionado en una escuela desde las 09:00 hasta las 13:30. Luego calienta motores para empujar su quiosco ambulante por las calles San Martín, Antepara, García Moreno, Francisco de Marcos, avenida del Ejército, Argentina, hasta Portete y Abel Castillo, donde guarda su carrito porque se le hace complicado llegar hasta su domicilio, en El Oro y Lizardo García.
“Los tiempos han cambiado, ya no cuestan tres o cuatro reales los raspados; tampoco hay moneda, ni cepillos de buena calidad”, dice nostálgico. Sin embargo, los clientes nunca cambian, le siguen pidiendo rebaja cada vez que le compran, porque dicen que el regateo es la esencia del ‘guayaco’.
Don Luis, por su parte, no se mueve de donde, hace 52 años, se plantó para hacer dinero: la esquina de José de Antepara y Manuel Galecio.
El pasado 5 de septiembre, Roldós celebró ‘camellando’ sus 69 años. Lo hizo como homenaje a este oficio que descubrió cuando tenía 16 y desde ese momento nunca lo soltó.
“Soy de Pedro Pablo Gómez, un pueblito en Manabí. Antes de emigrar para acá (Guayaquil) me fui a otras ciudades de mi provincia porque necesitaba aventurarme para lograr algo distinto”. Y siente que lo logró porque sus hijos son profesionales, desde una profesora hasta un electricista.
“¡A ver, mi tío!”, le grita uno de los clientes. Roldós lo entiende ‘de una’. “¿Qué toma?”, le pregunta el refresquero mientras raspa el bloque de hielo que no se derrite, pese al calor que soporta la ciudad.
Don Luis prepara un granizado de piña, uno de los cinco sabores que ocupan las 42 botellas que llena desde las 07:00 todos los días.
“Roldós está aquí desde que nací. Todo el mundo lo conoce”, dice José, uno de los habituales clientes y vecino del negocio de don Luis.
A Roldós nadie lo toca porque cualquiera lo sale a defender, advierte José.
Pero, ¿qué hay detrás de los raspados?
Luis y Mario tienen sus rutinas bien marcadas. Ellos se levantan con la primera cacareada del gallo.
Luis llega a su ‘taller’, donde guarda su carreta y hace sus ‘jarabes’, a las 07:00 desde su residencia, cerca del parque de la Stella Maris, en el Guasmo, sur de la urbe. Allí tiene una parrilla de asar carnes y una olla porque “el sabor en carbón es más rico”, según Roldós.
Él envasa y tiene todo listo hasta las 10:00, hora en la que emprende su camino hasta su lugar de parqueo.
Mientras que Mario empieza a las 06:00 en su misma casa y en dos horas, o a veces hasta tres, ha acabado su primera labor del día.
Ambos tenían carretas de madera, pero por efectos del tiempo tuvieron que cambiarlas por unas metálicas. “Se iba pudriendo poco a poco y tuve que cambiarla. Es que el hielo la mantenía todo el tiempo mojada y se terminó dañando”, explica Salserín.
La de don Luis tiene una historia distinta.
“Cuando León Febres-Cordero fue alcalde (1992-1996 y 96-2000), gestioné mi permiso y me lo concedieron, pero si la cambiaba por una de metal”, describe. Ese carrito le costó 150 sucres de los ahorros de su trabajo y se lo entregaron en tres días, tal y como quería.
“Aquí toca de todo. A mí me gusta aportar con lo que más puedo en mi hogar y por eso trabajo” finaliza Roldós, con una sonrisa.