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Masacre en Penitenciaría: El dolor de la incertidumbre
En los exteriores de la ‘Peni’, familiares lloraban desconsolados porque no sabían de lo ocurrido con sus parientes. Muchos pasaron toda la noche en el lugar.
En el mar de rostros horrorizados que se había formado a las 11:00, del sábado 13 de noviembre, afuera de la antigua Penitenciaría del Litoral, resaltaba el de Santa Dominga Plúas. Mientras el tumulto gritaba plegarias desgarradoras, ella lloraba en silencio, con dos cédulas y un cuadernito doblado en sus manos arrugadas.
Su cara empapada, además, lucía confusa, marchita. Tiene 62 años y nunca aprendió a leer y escribir, y en esa libreta empapada de sus propias lágrimas tenía anotados su número de celular y de identificación de su hijo Nelson, recluido hace siete meses en el Pabellón 8 de dicho centro carcelario, por supuesto microtráfico.
Repetía, ahogada en llanto, la última conversación telefónica que tuvo con el joven, de 27 años, a las 19:00 del viernes 12 de noviembre. “Me decía: ‘mami, están entrando, mami, están tirando bombas, disparos. Mami, quiero salir de aquí, yo no me quiero morir. Yo no he vendido droga, yo soy consumidor...’”. Recordarlo la estremecía. No había dormido en toda la noche y el calor porteño la fatigaba aún más.
Su hijo colgó y no supo nada más hasta que le dijeron que había otra masacre en la ‘Peni’, como se conoce al Centro de Rehabilitación Social de Varones 1, de Guayaquil. Sintió cómo su alma se le salía del cuerpo y, a pesar de no tener dinero suficiente para movilizarse desde su casa, en Mapasingue, llegó en cuanto pudo.
Como ella, decenas de familiares de los privados de la libertad llegaron desde la madrugada, con la esperanza de saber noticias de sus seres queridos. Con el anhelo de que no fueran parte de los 68 fallecidos, hasta ayer confirmados, en la masacre que se vivió en el lugar, sobre todo en el Pabellón 2.
Santa Dominga miraba horrorizada el llanto desgarrador de una mujer. La señora, de cabello teñido de rubio, se había acercado a un listado impreso en una hoja y pegado en uno de los postes que están afuera de la ‘Peni’.
“Dicen que esa es una lista de los fallecidos”, repetía Santa Dominga, quien ni siquiera se había atrevido a aproximarse, no solo porque no sabe leer, sino que no arriesgaba a pedirle a alguien que buscara el nombre de su vástago.
Pero hubo una confusión. En el documento estaban los nombres de los internos en general. Hasta la tarde de ayer no se habían revelado las identidades de los muertos, que era lo que consumía a sus familiares del dolor y la incertidumbre.
“Sufro por mi hijo, día y noche. Quiero que él salga. Desde que entró nos piden mucho dinero y no tengo plata”, sollozaba.
La llamada del ‘estoy vivo’
Solo pocos, como Jessenia, quien prefirió no revelar su nombre real, tuvieron la dicha de recibir una llamada que los calmara. Justo a las 11:30, al teléfono de su hermana, entró una videollamada de su esposo, quien está interno desde hace dos años. A pesar de ver la cara del papá de sus hijos, su llanto no cesó. Desde que empezaron los disturbios dentro de los centros carcelarios en el país, en especial en la Penitenciaría, ella no ha tenido día de sosiego.
Jessenia se tapaba el rostro demacrado con una cartulina blanca en la que había escrito: “No más muertos”. Está cansada de vivir en zozobra, pues cada día se levanta con el temor de que su esposo esté entre las víctimas de los disturbios que ocurren dentro.
Maura Moreno la mira y la interrumpe. A esto, agrega, hay que sumarle la falta de alimentos por la cual se queja su hijo, también interno, cada que habla por teléfono con él. El sufrimiento de los reclusos no termina con ellos, reflexiona, sino con lo que los parientes viven afuera, pensando cada día en los conflictos internos que se viven allí.
Al mediodía, los sollozos cambiaron por los “¡Gloria a Dios!” que venían de un grupo de parientes que se agolparon a la entrada del centro carcelario. Tres internos fueron puestos en libertad y se reunieron con sus familiares.
Un joven que había estado dentro desde hace 18 meses no podía ni articular palabra luego del largo abrazo que le dio a su mamá, tras cruzar la puerta que lo devolvió a la libertad.
Escuchaba aturdido, como si fueran los disparos que oyó la noche del viernes, las preguntas que otros parientes le hacían: “¿Conoces a...? ¿Has visto a...? ¿Está vivo...?”, y no, solo alcanzaba a agradecer a Dios de haberlo rescatado del infierno.