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¡El engañador de gais!: usó la foto de un hombre 'pintón' para atraer a su víctima
Lo hace a través de una aplicación para ligar. Un joven cuenta su historia en primera persona y cómo escapó de este sujeto. ¿Cuántos más habrían caído en sus garras?
Chateamos por Grindr durante una semana. Se llamaba René. En la fotografía que me había enviado por la aplicación -usada por gais para ligar- aparecía sonriente, piel canela, musculoso, cabello rizado, 34 años. Y trabajaba en una florícola de Cayambe. Todo marchaba bien. Hasta el día del encuentro. Fue entonces cuando supe que había caído en las garras de un engañador. Sí. El engañador de Grindr.
Era domingo por la mañana. El día anterior, en la noche, habíamos intercambiado números de WhatsApp y acordamos vernos muy temprano en el Valle de Los Chillos, cerca de donde vivía. A las 09:13 me escribió: “Buenos días... ¿Cómo amaneces?”. Me contó que luego de chatear conmigo -y antes de dormir- se había tomado cervezas con un vecino. Enseguida preguntó si ya me alistaba para el encuentro...
Salí desde mi casa hacia el valle, a las 10:30. Quedamos en toparnos en una cafetería. En el camino, René me recomendó ir por la autopista General Rumiñahui, porque -en el día 14 del paro nacional- no se habían reportado cierres. Incluso, desde el movimiento indígena anunciaron que ese fin de semana había descanso. Algo que parecían confabular a mi favor.
Poco antes de llegar al lugar pactado para la cita me escribió -otra vez-. Me dijo que recién se había bañado y que si me era posible avanzar hacia su casa. ¡Se encendieron mis alertas! Y, por supuesto, me negué. Pero él insistió: “Ven, de aquí nos vamos... así no me esperas tanto tiempo”. Accedí sin siquiera pensar en los riesgos. Me envió la ubicación y continué el camino.
Pasé un pueblo, luego conjuntos habitacionales sofisticados -entradas inmensas, palmeras, guardias de cada lado, casas enormes y modernas- y, siguiendo las instrucciones de Google Maps, me adentré en un camino de tierra que parecía una resbaladera al fin del mundo. Pero no. Antes de aterrizar en una quebrada, al lado izquierdo de la calle, estaba el ‘punto cero’, donde marcaba con exactitud la dirección.
Otro conjunto habitacional, pero no tan sofisticado.
Le dije que saliera para irnos. Insistió -nuevamente- en que entrara, porque estaba “terminando de vestirse”, pero que lo hiciera en silencio porque sus vecinos son “duros en el chisme”. Parqueé. Me bajé. Crucé la puerta de la casa 22 y desde la cocina apareció un hombre. Un desconocido. Sin pelo. Avejentado. Falso. No era René. Ni nadie.
- ¿Quién eres?, le increpé. No eres el de la foto.
- “Sí soy, ¿qué te pasa?”.
- Me engañaste. Eso no se hace, le respondí. Me temblaban las piernas.
¡Ábreme la puerta!, le grité. Y hui. No dejé que se acercara. En ese momento solo recordaba lo que me había anticipado: que no hiciera bulla por sus vecinos chismosos. Fue una de las razones para no quedarme impávido y reaccionar a tiempo. Pensaba que si hacía escándalo alguien hubiese podido ayudarme. No pasó.
Más tarde, cuando quise hacer capturas del chat en Grindr -en el que guardaba la foto-, ya me había bloqueado. Y no pude acceder. Pero unos días antes había averiguado sobre el chico de la imagen. Él sí trabaja en una florícola. Quizás no es gay. Y seguramente no estará enterado de que el engañador usa su rostro para captar hombres.
¿A cuántos más habrá hecho esto?, me preguntaba. Será que ha logrado someter a alguno con el mismo cuento. Hoy agradezco haber salido ileso. Pero me quedó una lección valiosa: ¡Alerta! Detrás de las aplicaciones para ligar pueden haber lobos vestidos de ovejas. O mejor solo lobos con caretas. ¡Fin!