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María Sangucho camina por una trocha desde donde se mira la mancha urbana del norte de Quito.René Fraga

La ‘cara’ olvidada de Quito

Esta es la lucha diaria de los habitantes de la periferia occidental, donde carecen de servicios básicos y son acosados por los pillos.

Es cuestión de darse tiempo, en medio del trajín de Quito, para mirar más allá de los autos, esmog, edificios... de lo moderno. A lo lejos, en la periferia occidental de la Carita de Dios, también hay vida, pero no tan ‘contagiada’ de la evolución urbana de esta ciudad que celebra 487 años de vida.

Desde el parque El Ejido, centro - norte de la urbe, se aprecia un caserío empotrado en las faldas del Rucu Pichincha, testigo de la batalla de Independencia en 1822, vital para luego decretar al territorio quiteño como capital ecuatoriana.

Son las 16:00. Los nubarrones avanzan sobre esas casitas ‘congeladas’ en el tiempo. Para llegar desde la zona céntrica sus moradores dependen del transporte público que sube las calles empinadas hasta cerca del Mirador de Humboldt, bautizado en honor al científico y explorador alemán que estuvo en Ecuador en 1802.

423 mil hectáreas de superficie tiene el Distrito Metropolitano de Quito.

Por allí se observa a una mujer bajita y con el cabello recogido con un moño. Es María Sangucho, de 57 años, quien ha pasado más de la mitad de su vida en medio de los frondosos árboles.

Ella camina por la calle Humboldt hacia la calle El Pinar. Lo hace rápido porque quiere ganarle a la lluvia que cae a perezosa.

Sangucho lleva una maleta en su pecho. Carga una funda de sal y en su mano izquierda sostiene otra funda negra. Se baja la mascarilla blanca con puntitos azules y comienza su relato con una queja: no hay un camino adecuado para ella y sus vecinos que los conduzca a sus hogares. “Cruzamos por el terreno de una vecina. Eso nos evita darnos una vuelta que duraría horas”.

Lo bueno y lo malo

Las viviendas del Rucu Pichincha están ‘regadas’ a grandes distancias entre sí.René Fraga

Sangucho llega al camino que hicieron los vecinos. Es una trocha lodosa, llena de piedras y flanqueada por una gran cantidad de hierba. La vía es tan angosta que solo puede pasar una persona, con el riesgo de caer por la colina.

Cada mañana, la mujer recorre este camino para ir a su trabajo en La Gasca, en el norte de la ciudad. Le toma 15 minutos bajar a coger un bus que la lleva a El Tejar, en el centro, para después –de nuevo– regresar al norte. “Limpio una casa y es la única manera que tengo de llegar”. Es un periplo de dos horas diarias que ha hecho por 30 años.

Ella y su familia fueron allá porque el terreno era barato. Además, el bosque les da tranquilidad porque apenas llega el alboroto, en especial el de las fiestas de Quito.

El aire es puro y hay una maravillosa vista de la ciudad. Desde la trocha se contempla la mayor parte de las casas del norte. Todas forman una extensa ‘mancha’ urbana multicolor.

Luego de caminar cinco minutos, Sangucho ya no relata sobre las ventajas de vivir en esa zona y sigue contando las penurias de estar tan lejos.

“Hace un año, mi hijo tuvo un accidente de moto. Llegó a la casa con un golpe en su cabeza y al siguiente día lo llevamos al Seguro (IESS)”. No fue fácil ir al hospital. Antes tuvieron que bajarlo por la pendiente lodosa con ayuda de otras personas.

Debido a la distancia hacia el centro de la ciudad –más de siete kilómetros de recorrido en línea curva–, la gente ha optado por curarse a sí misma. Si tienen alguna dolencia recurren a las plantas del bosque como hace casi 500 años.

Es lo que algunos hicieron durante la pandemia de la COVID-19. Una de ellas fue Espíritu Zópalo, vecina de Sangucho.

Tiene 77 años y camina con destreza en la pendiente donde se asienta el caserío. Se detiene y cuenta que ella junto a su familia se contagiaron, pero por lo complicado que representa bajar a la ciudad optaron por hacerse agua de monte, como le llaman a los remedios. “Tomábamos zumos de hierbamora o juyanguilla”. Así lograron sanarse.

La expansión

Los caminos para llegar a estos sectores periféricos aún siguen siendo de tierra.René Fraga

Sangucho y los demás moradores –no sobrepasan las 12 familias– al menos tienen luz eléctrica. Sin embargo, no cuentan con agua potable. La que tienen es gracias a un afluente cercano.

Aunque acepta que estas obras no han llegado porque ninguno tiene las escrituras de las propiedades. Es un sector ilegal como en la mayoría de la periferia capitalina que se ha ido extendiendo con el transcurrir del tiempo.

Según Javier Gomezjurado, historiador y docente universitario, la expansión moderna de Quito, a este como a otros sectores, comenzó a inicios del siglo veinte. El Centro Histórico ya estaba consolidándose y empezaron a crearse sectores complementarios que se asentaron en dirección hacia el Pichincha.

10 por ciento pertenece al suelo urbano.

“Luego se dio una gran migración a la urbe en los 50. Eso causó que en el centro de la ciudad predominaran los tugurios (suburbios)”. Frente a esto, el fenómeno de expansión, según el estudioso, se dio con más fuerza hacia el norte y sur.

Para los ochenta, surgieron asentamientos ilegales anexos a puntos como San Juan, Toctiuco, y La Comuna. En este caso, como el caserío donde viven Sangucho y sus vecinos.

Gomezjurado añade que, al tiempo, en esa década, también empezaron a visualizarse asentamientos en lo que ahora se conoce como Atucucho, Pisulí y La Roldós. Estos sitios se encuentran, asimismo, en la periferia occidental de Quito.

La falta de servicios

Maricela Collaguazo muestra cómo recogen en una cisterna el agua de lluvia, en El Placer.René Fraga

Son las 17:00. El caserío donde Sangucho y su marido criaron a cuatro hijos queda atrás. Más hacia el norte, con dirección a La Roldós (siguiendo por la avenida Mariscal Sucre), se llega a otro lugar parecido. Es periférico y, también, con servicios básicos deficientes.

Se llama Catzuquí de Velasco en cuyos alrededores hay más casas dispersas sobre un cerro. Uno es El Placer que se expone por detrás de la iglesia del centro poblado hasta donde llega el servicio de transporte público.

Para ir al caserío, las personas y los vehículos deben sortear un extenso camino de tierra que se destruye con cada aguacero. A los costados de esa vía, que ya no se asemeja a una de tercer orden, están las grietas que deja el agua.

Los escasísimos vehículos que circulan, en su mayoría camionetas, levantan un manto de polvo. La gente que camina intenta –inútilmente– esquivarlo.

Luego de recorrer un kilómetro y medio se mira a un hombre delgado, protegido con un sombrero, saco y pantalón grises. Se llama Rafael Lema, de 50 años, quien encarna la imagen de una tradición que se mantiene en ese sector: la labor agrícola.

En esta facción de la ciudad –de las tantas que existen– aún se labra la tierra. Lema, por ejemplo, toda su vida la ha dedicado a la siembra del chocho. “Hace muchos años usábamos las yuntas de bueyes para hacer el labrado”.

Ahora recurren a tractores para esa labor. Solo que hay una diferencia, no se cuenta con el dinero suficiente para contratar esa maquinaria. Cuesta 15 dólares la hora de trabajo.

Mientras limpia las impurezas del chocho, Lema afirma que su barrio sí cuenta con electricidad y con agua potable. Solo que con esta última existe un problemita: llega cada ocho días.

90 por ciento es del sector rural o periférico.

“Todos los que vivimos aquí –cerca de 30 familias– tenemos una cisterna para almacenar el agüita”. Y no les queda más que recurrir a la lluvia para llenar esos tanques de cemento como también lo hacen en el barrio del Rucu Pichincha (a 23 kilómetros hacia el sur).

Una de las personas que tiene estos implementos es Maricela Collaguazo, vecina de Lema. Durante 34 años –su edad– ella ha residido en El Placer y, junto con su familia, se han dedicado a la agricultura.

Dice que a más de la falta de servicios sufren por un mal eterno: la delincuencia. “Al ser un sector alejado, los ladrones aprovechan para escapar, por donde vivimos, luego de robar en otros lados”.

Incluso a ellos mismos les han quitado sus pertenencias. No se han salvado ni los cilindros de gas que reemplazaron a los fogones que, tiempo atrás, se usaban para cocinar.

Como en otros sectores, el caserío se levantó en medio de la informalidad y legalizarse ha sido tortuoso. “En donde vivimos es herencia de mis padres. Ellos, en cambio, obtuvieron este terreno porque era parte de una hacienda en la que trabajaban”, afirma José Lema, progenitor de Maricela.

Y hasta que estos sitios puedan constituirse como barrios, moradores como Sangucho, Lema o los Collaguazo tendrán que seguirse adaptando a esa realidad que los ha alejado del avance urbanístico y los ha condenado a vivir casi como en la época que se fundó a la Carita de Dios.

Rafael Lema ha labrado la tierra para sembrar chocho durante toda su vida.René Fraga