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Luigi Stornaiolo, el artista de Quito afronta su última batalla contra sus dolencias
Figurativista, caricaturesco: uno de los más grandes pintores latinoamericanos. Un espartano: combate sin tregua ni lágrimas.
La Floresta, la locación es perfecta. La suite es pequeña, apenas entra luz: unas viejas cortinas contienen la que entra por las ventanas. A un lado, el librero; al frente, una docena de nuevos cuadros en formato mediano; al costado, recuerdos de los que ama.
La mesita de trabajo está repleta de pinceles, brochas y acrílicos. Luigi está en el centro del austero espacio. Su emoción por el encuentro, el saludar con afecto, le cuesta: sentado en su silla de ruedas, su brazo derecho descansa en un cabestrillo.
El rostro huesudo, la barba de pirata, el cabello largo, blanco y en caos; la voz ahogada, casi. “Yo soy el fracaso”, dispara. Trago saliva: quiere contarlo. “Un uñero en mi pierna derecha. Me atiende un médico amigo, luego su hermano, traumatólogo: experimenta, aplasta mi dedo, rompe unas terminales nerviosas”.
El principio del fin: junio de 1989. “En 10 años perdí la pierna, en otros diez mi brazo derecho”, lamenta. No hay nada que hacer. Queda mirar el pasado y, desconcertado, buscar explicaciones, refugiarse en lo que fue.
Un francotirador mal herido
“Perdí dos casas, dos autos, mi Camaro Z-28. Ahora pinto con la izquierda, algo me he acostumbrado; pero me cuesta la movilidad para pararme ante el bastidor”, respira, hace una mueca. “Siento que empiezo a perder mi mano izquierda”, presagia. “Soy un condenado”.
Yo me ahogo. Es extraño: se duele de sí mismo, se resigna, pero no ha caído; para nada. Un viejo francotirador cicatrizando heridas en una guerra sin tregua, batallando en una posición vulnerable: en su lucha respira la tristeza, pero es él: su aire digno y paciente.
¿Cómo se faja el adverso escenario? “El CBD ayuda un montón para el dolor, el trago: he vuelto, pero con dos pasos al chuchaqui”, reflexiona. “Mala gente: aplastó mi dedo por eternos minutos. ¡Cómo te quitan medio cuerpo!”, se traga el dolor inexorable, reclama. Y suspira. No se explica, no lo entiende.
Sin tregua ni lágrimas
Luigi tiene su mirada serena y cansada: no se enfurece, tampoco se apiada; el maestro comparece, se faja. “El suicidio sería bello”, rastrilla, como si nada. Yo resoplo. Y se distrae, mira un cuadro. “Ese retrato me hizo mi nieto, Tomás. Tiene 1.98 de alto, es romano: un cabreado, se fue a vivir solito en Tababela. Ahí dibuja, dibuja en serio”.
Mirando en una estantería, a un ladito hay otro retrato: es Nelly, madre de su segunda hija. “Nos fuimos a Australia, a ella le hice cuarenta retratos”, dice, contemplando la obra detenidamente. “Yo no me miro al espejo desde hace años: tengo miedo”.
Reconocido en publicaciones de todo el mundo, icónico en América Latina: insiste en finales extremos para su condición física que le atormenta. Le recuerdo que Adriano, El Emperador, una efímera figura de la naturaleza del fútbol brasileño, recién dijo algo similar: “Yo soy la promesa incumplida”.
El maestro sonríe. “Él jugó en el Inter, luego se perdió”, lamenta. “Resulté un pendejo, ¿qué le vamos a hacer?”, añade. Y otra vez, cambia de filin. “Volví a pintar en la pandemia, desesperado, loco. Pintar con la izquierda, casi lo mismo: no poder moverme, eso mata”. Le ayudan dos damas que se encargan de todo.
¡Si tuviera cojones!
No moverte o correr riesgo al hacerlo: Luigi es un espartano. “Me he caído un par de veces, una vez me di la cara contra el piso; por suerte, no se rompió”, cuenta, sin gesto alguno. “Eso me jodió más”, acepta, desconcierta. Yo me quiebro.
Le recuerdo en la salsoteca Seseribó, al pie de su estupendo mural: trago largo, abrazador, eufórico; preguntando por el club deportivo El Nacional. Luigi rebusca su pasado, no contiene el estado de las cosas. “Podría recuperarme… ¡Si tuviera cojones!”, escupe, triste.
Y suspira por ese pasado de esplendor. “Exponía en Guayaquil, Cuenca, Quito y afuera. Los míos contentos porque la obra se vendía, para mí no era determinante. El mercantilismo se tomó la pintura, el testimonio de la historia. Me di cuenta de que perdía movilidad, pintaba tres cuadros diarios”.
El Nacional y el Racing de Avellaneda
La charla es un partido de tenis, toca estar atento. “Me queda el fútbol”, suspira. “El Nacional con el Flaco Paz y Miño, Pepe Villafuerte. Recién salimos campeones: el gol del Loco Cortez me dio alegría. ¿Qué es del Ever Hugo Almeida? Noventa y dos años, a él le hizo el gol el Zapatón Klinger. El fútbol es de los negros, del Enner Valencia”, sonríe.
Sigue jugando. “Me cabrea que a El Nacional le digan ‘Nacho’. ¡Qué ‘Nacho’, pues! La muralla negra, 1967: Castillo, Quintero, Prado; Gato Maldonado al arco, Motorcito Cheme, Tom Rodríguez. En Argentina soy del Racing, papá era de Independiente de Avellaneda; yo canté en la grada del Juan Domingo Perón”.
Los pitucos guayaquileños…
Se mira el brazo y lo niega suavemente: esos ojos tristes, esa melena de león mal dormido. ¿Ecuador? “Tengo esperanza de que mi brazo sane, aún creo que el Ecuador se cure”, medita. “En mi brazo izquierdo dicen que tengo tendinitis: se va un tendón, se va todo; también yo. La muerte: ¿qué he de decir yo, si vengo muriendo de a poco?”, me sacude.
¿Narco-Ecuador? “Puro parapeto. Agarran toneladas, ¿qué hacen luego: revenden? Estaba clarito que se venía este espanto. Correa (Rafael) me dio el premio Eugenio Espejo 2011. ‘No lo merecía, de eso vivo’”. Tras un silencio relajado, sonríe. “Ese día… ¡Me hace cantar!”. “Me pongo a pintarte, y no lo consigo…”, ríe, a gusto.
¿Quito? “Ya no hay, pura sapada. Mi Quito era un edén de maravillas”, tararea en modo cháchara. “Los pitucos guayaquileños lo manejan todo. Ni un quiteño de candidato a presidente”.
Tigua, El Santo y Miles Davis
Stornaiolo cuenta las horas, temiendo lo peor: divisa una tormenta de fuego, pero no arruga. Paso a la música. “Siempre, blues. Descubrí a unos ingleses, pero los mejores son los negros que eran parte del paisaje en el Misisipi. Nadie, sobre la tierra, como Miles Davis”, señala una fila de viejos acetatos.
Se entretiene con cine mexicano, la Época de Oro. “Maria Félix, Jorge Negrete, Pedro Armendáriz; ese le encantaba a papá; íbamos al teatro Central a ver sus películas. El Santo, Blue Demon. Papá fue juez de boxeo”, se asombra. “Yo iba con él al ring”, me asombra.
Contento, cita a los pintores de Tigua. “Me encantan: color directo, la pintura se ve, primerito, se ve”, teoriza. “Aún me salen cositas”, vuelve a sí mismo. “Pinté óleos, 20 años. Hoy, acrílico: compré un montón hace unos cinco años: esas pastitas son una maravilla”, mira su mesita de trabajo. “Es la velocidad: vas rápido”, dice.
Mira sus cuadros, uno a uno. “Están por terminar, pero estoy contento. Jodido, pero contento”, dice al mirar sus trazos violentos, agresivos; esos seres esperpénticos, los encendidos tonos rojos, intimidantes como un baño de sangre. “Me habitan mis personajes de siempre: el ser humano como portador de la miseria”, ametralla.