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En Quito: Alfredo Guevara, un desheredado de la vida
Recorrió 451 kilómetros desde Piura a Quito. Su familia en Perú lo botó a la calle tras llegar de EE. UU. Ahora cuenta su historia desde el centro.
A los 65 años, Alfredo Guevara conoció el desprecio. Sus siete hermanos se lo mostraron al rechazarlo y negarle un techo para vivir. Ocurrió hace cinco meses, cuando llegó a su natal Perú, desde Estados Unidos, tras ser desplazado por la pandemia. Nadie lo recibió con los brazos abiertos. Y de lo que él consideraba “familia” ya nada quedaba.
Ahora, cuatro meses después, este hombre, de estatura baja (1,60 m) y casi 130 libras de peso, forma parte del mosaico de arte, cultura, historia, pobreza, indigencia y otros elementos que denotan la decadencia de la sociedad quiteña que alberga el Centro Histórico de la capital.
Para llegar a Quito recorrió casi 451 kilómetros, desde Piura. Unos tramos a pie y en otros, apoyado en la voluntad de camioneros que lo arrimaron hasta la frontera. Guevara recuerda que un día como hoy llegó a tierra ecuatoriana. Pese al agujero negro que llevaba en su pecho, aún tenía esperanza de que su vida cambie. Y llegar a tierra americana era su meta. Pero la vida una vez más lo arrinconó, sostiene, y el pasaporte que lo certificaba como ciudadano del mundo y visado del país yanqui desapareció.
No sabe dónde ni cómo. Sospecha que se lo robaron mientras dormía en un sitio similar a un churo, refiriéndose al monumento tradicional de la Alameda. Dice que no encuentra respuestas, pero tampoco le importan ya. Ahora guarda fuerzas para recuperarse, conseguir trabajo, dinero, comida y vivienda, al menos mientras logra cruzar el charco para retomar su sueño americano.
Martes. 11:00. Alfredo, como todos días, se planta inmóvil, insonoro e inmutable en la esquina de las calles García Moreno y Sucre, hasta que el sol se oculte para recoger unos centavos. Y la leyenda impresa de una cartulina amarilla que cuelga de su mano izquierda, es la atracción de los curiosos: “Llévate caramelos. Necesito para comida y hospedaje. Dispuesto para trabajar. Gracias”.
Mientras varios caminantes desfilan ante él, y por segundos se detienen a leer el anuncio que luce prolijo, el hombre afirma que no pide caridad. Quiere trabajo. Ayuda. Para comer. Para pagar un sitio para dormir. Solo pide una oportunidad. Una que ni los de su sangre se la dieron, y ahora espera que al menos “los ajenos confíen en él”.
El tiempo pasa y él sigue siendo invisible ante los ojos de los transeúntes. La omisión es la respuesta de muchos. Y no se sorprende de la miseria humana, agrega. “Cuando padre y madre se mueren, la familia se acaba. No hay hermanos que duren ni cariño que aguante”.
Pese a que el día no muere, sus esperanzas se agotan y cuenta que, a diario, a veces reúne cinco dólares. Y para comer debe apostarle a la suerte. O encomendarse a un Dios, porque en el que él confiaba también lo abandonó. “No siempre como. Hay veces que veo cómo pasar la vida y con un dólar al menos tomo leche con pan. Es duro. La gente solo me ve con lástima”.
En Quito, según el Patronato San José, hay casi 10 mil personas en situación de calle. Muchos son migrantes, otros adictos o enfermos mentales. De ellos, el 90 % no tiene un trabajo fijo y el 4 % pide caridad en las esquinas y calles concurridas como las centro de la ciudad.
El cielo se nubla y el sexagenario hombre se alista para retirarse. Guarda en uno de sus bolsillos de una chompa negra, la funda maltrecha de caramelos que ofrece. Coloca sobre su hombro derecho la correa de una maleta, en donde porta cientos de papeles con los que intenta avalar su identidad. Dice que son recuerdos de viajes que hizo. Unas fotos de lo que era su familia cuando vivían papá y mamá. Y llora. Con escasas lágrimas, pero muestra su dolor. Y se marcha sin rumbo. De frente, hacia el recóndito centro y entre los caminantes, se mezcla con su pena a bordo.