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¡La nostalgia por los cadáveres ronda a Serafín Herrera!
En su trayectoria, unos tres mil cuerpos pasaron por sus manos, esas que utilizó con habilidad, no solo para diseccionar cadáveres, sino también para atrapar y reducir a sus contrincantes en la lucha grecorromana, deporte que practicó.
Tristeza, dolor y nostalgia, emociones propias que en segundos ahogan a quienes se enteran que un familiar o amigo entrañable ha fallecido. Serafín Herrera lo experimentó en diciembre pasado, encerrado en su hogar. Pero no por un ser humano, su desconsuelo era por un frío inmueble asentado en las faldas del cerro Santa Ana: el antiguo Instituto de Ciencias Forenses de la Universidad de Guayaquil, o más conocido como la morgue.
Fueron 34 años los que laboró en dicha entidad que maquinaria municipal derrumbó. Tras las lúgubres paredes de ese lugar que Serafín conocía muy bien, porque llegó cuando tenía 16, huyendo del maltrato familiar, se fueron 4 décadas de historia.
Ese anfiteatro fue inaugurado en 1980, mediante la gestión del doctor Carlos Barcos Velásquez, reconocido médico forense, catedrático y científico samborondeño, quien fue su director. Incluso este lugar llevaba su nombre.
Tras la demolición, los hijos del médico, galardonado por haber reconocido a 67 de las 71 víctimas del violador colombiano Daniel Camargo, en la década del 80, temen que quede en el olvido.
Herrera, esmeraldeño de 55 años, aprendió desde adolescente el oficio de abrir cadáveres, cuya técnica depuró mediante los cursos y clases que recibió frente a los cuerpos inertes, de los médicos Estuardo Hernández y Zenón Delgado (fallecido).
Su llegada
Serafín llegó a la morgue por recomendación de un amigo, pero fue el doctor Barcos, al que considera su padre y mentor, quien lo capacitó y le dio la oportunidad de quedarse ahí hasta hace cuatro años cuando decidió jubilarse como ayudante de autopsia.
En su trayectoria, unos tres mil cuerpos pasaron por sus manos, esas que utilizó con habilidad, no solo para diseccionar cadáveres, sino también para atrapar y reducir a sus contrincantes en la lucha grecorromana, deporte que practicó y del que fue campeón intercolegial, provincial y nacional por la Federación Deportiva del Guayas.
Fallecidos famosos
De su prodigiosa memoria brotan los nombres de algunos muertos que acapararon la atención de los ciudadanos y en cuyas autopsias participó. “Recuerdo claramente a los famosos delincuentes como Kanklón, Gogotero, Patucho Rigoberto, también el caso de la Wendy (Luis Alberto Calle Alvarado), una trans que fue asesinada y que todos pensábamos que era mujer (11 de noviembre 1989)”.
“Tenía 16 años, ese señor era muy importante y lo encontraron en cajas de cartón abandonadas por distintas partes de Guayaquil, incluso por el aeropuerto. Fue un rompecabezas. Era estudiante de colegio, llegaba en la noche y esa necropsia la hicimos con los doctores Hernández y Delgado”, cuenta.
Entre sus recuerdos están los cuerpos de los integrantes de la agrupación Alfaro Vive Carajo, implicados en el secuestro del banquero Nahim Isaías, en septiembre de 1985, y cuyos nombres los recita uno a uno. “Al señor Isaías no se le practicó la autopsia en la morgue, a él lo trasladaron a una clínica privada, fue el doctor Miguel Salamea Arévalo, actual periodista y catedrático, quien en esa época era estudiante de medicina, el que ayudó en esa necropsia”.
El trabajo de abrir cuerpos no daba tregua. No había descanso, se laboraba 24/7. Una de esas jornadas fue el 5 de septiembre de 2010, cuando 15 personas murieron arrolladas en la vía Perimetral, por un uniformado que conducía en estado etílico.
Contrario a lo que se pueda pensar, la morgue fue su casa, “mi aposento”, recalca. Al principio, confiesa, se le hizo difícil dormir y compartir el mismo lugar con los cadáveres, unos colocados sobre las grises planchas metálicas a la espera de la autopsia; otros guardados en el frigorífico (cuando aún estaba operativo) y unos cuantos más, los que estaban como NN (no identificados) que no habían sido retirados. Estos eran enterrados en el patio trasero de la morgue, debajo de capas de cal, para aplacar el hedor de la descomposición. Luego pasaban a una fosa común, con su respectiva identificación y con las estrictas medidas que dictamina la ley.
Espíritus y su ‘padre’
Pero Herrera también experimentó sucesos paranormales durante el tiempo que ‘vivió’ en la morgue. Asegura haber escuchado pasos, el llanto de recién nacidos, también vio movimientos inusuales y sombras, “eran los espíritus”, dice sin temor a equivocarse.
Pero no tuvo más que acostumbrase. Al principio fue duro, tuvo pesadillas. “El cadáver estaba ahí, lo veía, se me cargaba, me hacía asustar, pero puse de mi parte. Me hacía la idea de que el cuarto donde estaban los fallecidos no existía, pero no, el espíritu sí existe”.
Presenciar el dolor de familiares por la muerte de un ser querido lo quiebra, tanto como cuando perdió a su jefe. “El doctor Barcos fue mi pilar, un padre, porque me enseñó muchas cosas, valores y principios. No tuve papá, pero él lo fue, siempre lo voy a visitar al cementerio. Por él logré ser alguien y jubilarme”.
También recuerda a sus compañeros de trabajo, ya fallecidos. De todo el grupo que laboró en la morgue solo quedan Modesto Falcones y la secretaria Lourdes Rivera. El paramédico Carlos Herrera, hermano de Serafín, también fue parte de la morgue. Ambos cumplían el mismo trabajo.
Esta profesión le permitió educar a sus tres hijos, todos profesionales. Sus añoranzas entre cadáveres, espíritus y lágrimas flotan en su memoria, es lo único que le queda, ya que las fotografías que documentan su labor en la morgue se quedaron en un hogar del que salió y no volvió más.